El gobierno de Colombia y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) retomaron esta semana en La Habana un nuevo ciclo de diálogos de paz, con el objetivo de consolidar un cese al fuego bilateral más sólido y avanzar en una hoja de ruta hacia la desmovilización. Este proceso, auspiciado por países garantes como Noruega, Venezuela y Cuba, busca cerrar uno de los conflictos armados más antiguos de América Latina.

Las partes han coincidido en la necesidad de reducir la violencia en los territorios más afectados por el conflicto, aunque persisten importantes diferencias en cuanto a la participación ciudadana en la mesa de negociación y los mecanismos de verificación. El gobierno del presidente Gustavo Petro ha reiterado su voluntad de lograr una “paz total”, pero también ha reconocido que el proceso es complejo y requiere paciencia y compromiso sostenido.

Uno de los puntos críticos es la desconfianza en las zonas rurales donde operan grupos armados ilegales, algunos de ellos disidentes del proceso de paz con las FARC. Las comunidades denuncian la persistencia de asesinatos de líderes sociales y el control territorial de facto por parte de actores armados. Esto ha motivado el reclamo de mayor presencia institucional como parte integral de cualquier acuerdo de paz.

Mientras tanto, la sociedad colombiana se muestra dividida: sectores urbanos mantienen una postura escéptica sobre los beneficios del diálogo, mientras que en regiones históricamente golpeadas por la violencia, el anhelo de una solución negociada sigue vivo. Observadores internacionales coinciden en que este proceso podría marcar un hito, pero sólo si ambas partes cumplen lo pactado y se garantizan condiciones de seguridad y justicia.

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