Las relaciones entre Estados Unidos y China atraviesan nuevamente un periodo de alta fricción, marcado por desacuerdos en materia comercial, tecnológica y de seguridad. Esta semana, funcionarios estadounidenses acusaron al gigante asiático de prácticas económicas desleales, especialmente en sectores estratégicos como los semiconductores y la inteligencia artificial. En respuesta, el gobierno chino denunció lo que considera un intento sistemático por parte de Washington de contener su desarrollo y restringir el acceso a mercados clave.

El reciente anuncio del Departamento de Comercio de EE.UU. sobre nuevas restricciones a la exportación de tecnología sensible a empresas chinas ha sido recibido en Pekín como una provocación directa. Esta medida se suma a las sanciones impuestas anteriormente contra compañías como Huawei, lo que ha complicado aún más las ya tensas relaciones bilaterales. A su vez, China ha intensificado sus inversiones en capacidades tecnológicas nacionales para reducir su dependencia de insumos extranjeros.

En el terreno geopolítico, las disputas en el mar de China Meridional y el creciente apoyo de EE.UU. a Taiwán también han sido fuentes de conflicto. El despliegue reciente de unidades navales estadounidenses en la región ha sido catalogado por Beijing como una «amenaza a la soberanía» y ha generado ejercicios militares como respuesta. Estas tensiones militares son vistas con preocupación por otras potencias regionales como Japón, Corea del Sur y Australia.

Analistas internacionales advierten que, si bien aún no se trata de una nueva Guerra Fría, la rivalidad entre ambas potencias podría endurecerse en los próximos meses. La comunidad internacional, especialmente Europa, sigue de cerca estos acontecimientos por sus potenciales impactos en cadenas de suministro, estabilidad financiera y equilibrios geopolíticos. A corto plazo, las posibilidades de un deshielo diplomático parecen lejanas.

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