La brecha digital no se refiere únicamente al acceso a internet, sino a una forma moderna de exclusión que afecta oportunidades educativas, laborales, sociales y económicas. A medida que la digitalización avanza, quienes quedan fuera del ecosistema tecnológico enfrentan nuevas formas de desigualdad y aislamiento.
Según datos recientes de organismos internacionales, miles de millones de personas en el mundo aún no tienen acceso estable a internet. Las causas son múltiples: falta de infraestructura, altos costos, baja alfabetización digital y barreras geográficas o culturales. Esta desconexión afecta especialmente a zonas rurales, poblaciones vulnerables y países en desarrollo.
Pero la brecha digital no solo es de acceso, también es de uso y calidad. Quienes tienen conexión muchas veces no cuentan con habilidades suficientes para utilizar herramientas digitales de forma efectiva. Esto limita su participación en la economía digital, el acceso a servicios públicos en línea o su capacidad para informarse críticamente.
Durante la pandemia, la brecha digital se volvió especialmente visible. Millones de estudiantes quedaron fuera de la educación virtual, trabajadores no pudieron adaptarse al teletrabajo y muchas personas mayores o con bajos recursos quedaron excluidas de servicios esenciales digitalizados. La conectividad dejó de ser un lujo y se volvió una necesidad básica.
Cerrar la brecha digital exige un enfoque integral. No basta con instalar antenas o distribuir dispositivos: es necesario formar a la población, desarrollar contenidos accesibles, promover la inclusión digital con perspectiva de género y diseñar políticas públicas que garanticen el derecho a la conectividad como un bien común.
Reducir la brecha digital no solo mejora la inclusión social, sino que potencia el desarrollo económico, fortalece la democracia y permite que más personas participen activamente en la vida digital. En un mundo cada vez más conectado, que nadie quede atrás debe ser más que una consigna: debe ser una prioridad.



